13 de noviembre de 2007
Cumplido el día 43 de nuestra huelga legal, seguimos recibiendo el saludo solidario de muchos compañeros. Una de estas palabras de apoyo tomó la forma de un pedazo de historia de nuestro semanario en los años de dictadura.
Reenviamos este texto por las lecciones que ofrece y agradecemos profundamente al compañero que nos lo envió. Con la historia de este amigo, queremos agradecer a todos aquellos que siguen dándonos voces de aliento en esta pelea que sabemos absolutamente justa y necesaria.
"La pequeña imprenta del la Calle Caliche 806, cayó presa un día de septiembre del año 1986. Antes, una tarde de invierno, alguien avisó que justo en la puerta cerrada del taller había estacionada un enorme bus verde musgo de la cual descendían, sincrónicos y marciales, una cantidad infinita de pacos armados hasta las amígdalas. Paren las máquinas dijo el Guatón, cagamos. Los minutos de ese momento fueron interminables, como interminables los pacos de las Fuerzas Especiales bajando del bus y formándose frente a la puerta del tallercito. S, que se atrevía a monitorear las evoluciones policiales por un hoyo en la puerta, no movía un músculo. Qué decir al segundo siguiente de derribada la puerta? Nos rendimos, no disparen, estamos desarmados? S levantó una mano como para decir un momento. Sudábamos en silencio. La mano alzada de S comenzó a moverse de un modo que bien podía interpretarse como adiós, calmados o esperen. T dijo quememos todo. Un sabio palmetazo a la altura de la nuca fue la respuesta a la estúpida sugerencia. S levantó la cabeza y le dijo al Guatón, parece que no vienen para acá. Se hizo un silencio que preguntaba qué onda. Nadie espera tanto antes de lanzarse al asalto de una imprenta clandestina como esa. En realidad, iban atacar por la retaguardia los estudiantes del Tecnológico de la Universidad Técnica que estaban protestando. Nos salvamos.
Clandestinamente se hacía El Siglo, pero era una imprenta en toda la línea, con patente, facturas, tarjetas de visitas y una vendedora a la que todos queríamos comernos. La había fundado el Mono G, M. P. y J. C. muchos años antes. Cada una de las veces que quebró, no faltó la mano amiga que la rescató de deudas y acreedores e hizo nuevamente el milagro de mover unas máquinas veteranas. Entre papelería de todo tipo, se imprimió, durante largos años, todo cuanto estaba prohibido. Ahí se hicieron los primeros panfletos de lo que sería conocido pronto como FPMR, para la propaganda armada en el tren al sur, a la altura de la María Caro. Había que imprimir El Siglo de la manera más económica y eso generaba la necesidad de conseguir insumos gráficos sin delatar lo que se hacía. Lo del papel resultaba fácil porque muchas veces se compró papel robado. La novedad vino de la mano con un invento perfecto: las planchas para la impresión offset se podían grabar al sol y revelar en el baño, lo que evitaba salir a los comercios del rubro, arriesgando los originales y todo lo que implicaba. Pensábamos que los niños del cité vecino que jugaban cerca de la improvisada cámara insoladora no sabrían nunca qué es lo que poníamos debajo de un vidrio y aplastábamos con dos ladrillos recogidos de la calle. Pero siempre supieron y siempre callaron.
Había otra garantía: hacer las planchas offset nos permitía la herejía de corregir en los originales aquello que no nos gustaba o respecto de lo cual no compartíamos políticamente. Sólo por llevar la contra, a veces cambiábamos el eterno mono que llevaba el interior, un bosque de banderas que marchaba en una dirección, poniéndolos en dirección opuesta. La impresión y encuadernación del diario, era relativamente simple: bastaba encerrarse un par de días. A menos, claro está, que fallara el maestro, el ayudante, el encuadernador, el jefe de taller o todos juntos. Esta última posibilidad fue las mas frecuente. Los días viernes, días de pago, la cosa no podía terminar ahí y probablemente nos fuéramos los Puchos Lacios para rematar en el topless El Infierno, a sugerencia de un infaltable de muchos viernes: M. P. Una vez después de tomarnos un jarro doblero de bajativo, caímos nuevamente a El Infierno. No más llegar, en un dos por tres trepé el escenario y en otro dos por tres estaba en medio de la calle Diez De Julio, aventado por los guardias que no quisieron creer que la bailarina en topless era una prima que no veía hace mucho. Desperté en Puente Alto, sin saber dónde estaba, sin rastros del suple y con sed. En esas oportunidades nos atrasábamos con el diario, pero daba lo mismo porque el equipo de distribución era mucho más lento que la imprenta. Alguna vez también distribuimos el Siglo, lo que era, a todas luces, una irresponsabilidad que violaba el mínimo abc de la conspiración.
Guatón, con su hija nuevecita en los brazos de su mujer en la función de copiloto, manejaba su furgón Suzuki por Departamental, estado de sitio en curso, cuando un grupo de pacos listo para el asalto final, le hace señas de detenerse. En la parte delantera X con su guagua en brazos, en la trasera cajas plataneras llenas de El Siglo. El milagro de la tierna maternidad aligeró el ceño fruncido de las fuerzas del orden y se pudo entregar el diario en la panadería que hacía de buzón. No recuerdo si era la compañera dueña de casa o su hija, la que nos alborotaba bastante por su físico voluptuoso y su cara bonita. La vez que más susto pasamos fue cuando repartíamos el diario en una Citroneta. Por las mañas propias de este vehículo quedamos en panne sin poder arrancar hasta que se acercó, silencioso, un furgón de pacos, con chalecos antibalas reglamentarios y uzis con bala pasada. Le explicamos que llevábamos artículos de greda y que el sudor de la frente y de todo lo demás, era por el esfuerzo para hacer arrancar la citro, que no era primera vez y que alguna vez la quemaríamos por inservible. El sargento, rubicundo y con cara de tener sed, hizo bajar al contingente y sin dejar sus uzis ni los chalecos nos empujaron hasta que el motor de la citro se le ocurrió partir. Pasamos el nerviosismo en el Chancho Viñatero con dos jarros de borgoña en frutilla y unos churrascos. Nadie que no conociera el staff de la imprenta Llareta podía saber que hacíamos impresos clandestinos. Y nadie que nos conociera podía comprenderlo. Más parecía una escuadra de poetas errantes, bohemios y alcohólicos que un equipo de trabajadores clandestinos con toda la disciplina que ese empeño requiere. Guatón había heredado la imprenta del L. G. También heredó a S.S., a R. T., al Súper Efe, y a Tomasito, alguna vez a Juanito Matamala, como part time, y por un tiempo, a mí mismo, después de haber trabajado parte de la dictadura en imprentas varias que hacían más o menos lo mismo, dejado la universidad y meterme en cuanto lío rondaba cerca. Era un equipo desordenado que más gustaba de tomar vino y declamar poesías que de reuniones políticas. Por entonces, como ya dijimos, era frecuente que los viernes termináramos gastando el miserable suple en alguna de las chicherías que teníamos mapeadas en toda la ciudad.
La Llareta, una planta que vive apegada en cuerpo y alma a algunas rocas en el desierto de atacama, vive con muy poco agua y es resistente a lo que sea. Así se llamó esta imprenta durante los diez años que vivió. El día en que cayó en manos del enemigo fue un viernes de septiembre, pasadas las fiestas del dieciocho. El sábado anterior, habíamos salido a las fondas con un ánimo de despedida que no supimos leer. Por entonces yo ya no trabajaba en la imprenta. Desde hacía bastante cumplía como secretario de algunos regionales clandestinos del sur.
Sería la semana anterior al dos y tres de julio de 1985, del que ya casi nadie habla, cuando en reunión de secretariado dicté el plan de Mensaje para esos días de protesta nacional al encargado de ese frente. Salimos de Los Cacharros, cerca de Labranza en Temuco, con la tareas algo claras para enfrentar los días que suponíamos decisivos. No hubo tal. La gente estaba en las calles y los milicos y los pacos también. Cuando la represión se retiró, sólo quedó la más grande protesta popular que habíamos visto hasta la fecha, lo que era mucho. Al otro día, el encargado de Mensaje me la suelta. El plan se le había quedado en un cuaderno en un colectivo temuquense. En el cuaderno iba además de su nombre verdadero, su dirección. Lo sacaron en calzoncillos de su cama dos días después y estuvo tres meses preso. Debí salir de la zona, contra la opinión del Jefe. Volví por mis cosas, un colchón y un televisor en blanco y negro, después de una semana. Al llegar a Santiago, llamé al Guatón para que me acompañara al terminal y retirar mi colchón y mi tele. Ven al taller y vamos, me dijo.
En Ahumada compré una Novela de Maigret. Al llegar al taller, leyendo a Simenón, entré inadvertidamente. Adentro había el entusiasmo, el humor negro y la garrafa de tinto de siempre. Vamos enseguida, me dijo el Guatón, pongo a imprimir estos panfletos y estamos. A esas alturas del estado de sitio por el intento de tiranicidio, se sabía que Llareta era la única imprenta que se atrevía a operar. El día anterior había llegado un médico siquiatra amigo para exigir, en sus palabras, que le imprimieran de inmediato El Asombro, el mejor pasquín que se vio en toda la dictadura, que no tuvo más de cuatro números, lamentablemente. Era una edición especial referida al atentado al dictador. Los familiares golpes en la puerta no hicieron sospechar nada. Sólo cuando vimos entrar la tromba de sujetos armados gritando como si estuvieran asaltando el Morro de Arica, nos hizo caer en cuenta que había llegado la CNI y que estábamos presos. Esta vez también el Guatón dijo cagamos, pero a diferencia de la oportunidad de los pacos, ahora era de verdad. De los siete trabajadores, contra toda suposición, sólo se levaron al Guatón y al nervioso autor de esta líneas, quien en una acto de desesperación casi indigno, dijo que venía entrando y que sólo había ido por el furgón, así que permiso que me voy. El que mandaba me dijo calmado cabro, ya veremos quien se va y quien se queda. Quien se queda? Después de encontrar los paquetes de El Asombro? Con el respeto que merece el diario, la verdad es que poco les importó encontrar El Siglo de esa quincena y rastros de otras muchas. Lo que les escoció de verdad fue El Asombro, del siquiatra. Fue por lo que el Guatón se llevó las primeras patadas, bofetadas, y golpes de todo tipo. La descripción que dio el Guatón del que habría llegado para que imprimieran el pasquín no se parecía al siquiatra que meses más tarde nos atendería en la Penitenciaría cuando por fin pudimos salir de la incomunicación.
Ahí dejó de funcionar por mucho tiempo la heroica imprenta Llareta. No fue el único taller que hizo El Siglo, pero fue. Por eso es tan curioso ver hoy a El Siglo en huelga. Me pregunto qué será de ese equipo que por tantos años hizo el ejercicio del miedo y del valor cada quincena, cada semana y todos los días. Y me respondo que de estar, estarían con ustedes. Es que la vocación de meterse en líos de aquellos camaradas, no se detenía en ningún tipo de cálculo, temores, ni reverencias." (Escrito por Ricardo Candia)
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